Recibí una carta del Apóstol Pablo. Ahora, 2.000 años después, me llega una
carta a mi nombre, me la da una amiga.
Me dice que reavive el don de Dios
que hay en mí, porque él no nos ha dado un espíritu de cobardía sino de
fortaleza, amor y buen juicio.
Siempre vienen bien esos consejos, me hacen falta palabras de ánimo para
afrontar mi vida cotidiana con confianza. Esa vida cotidiana en la que gozo,
sufro, anhelo, me desespero y me elevo.
También me dice que afronte mi propio camino, con la fuerza que Dios me
da. Aceptar esa fuerza, sea poca o mucha, es importante, porque siempre
acecha la duda o el escepticismo sobre lo que pueda llegar a hacer.
Dice él: “Dios me ha encargado que
anuncie este mensaje, y me ha enviado como apóstol y maestro.”
Esas tres palabras quiero para mí. Anunciadora,
apóstol y maestra. Lo que deseas es que lo has obtenido. Lo que buscas es
que lo has encontrado. Esto es un poco raro, pero así funciona.
Anunciadora, porque con mi propia vida tengo que anunciar la bondad
y el buen juicio, que es el espíritu que se me ha dado.
Apóstol, porque pretendo ser amiga y compañera de lo más grande,
seguidora fiel, trabajadora para el Reino.
Maestra, porque la fuerza del auténtico Maestro está en mí,
igual que en ti y en todos.
Hermanada como estoy con el Apóstol Pablo, solo me queda enviarle un saludo
muy afectuoso junto con mi gratitud. Y también enviar esa carta a todos los que
lean estas líneas. La podéis encontrar en 2Ti,
1, 1-12.
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