Ser profeta es decir algo con
nuestra vida, es comunicar al mundo que merece la pena vivir. Si el profeta
anuncia pero no lo vive, está actuando en falso, es como un ídolo de barro que
desaparece en la primera adversidad.
El profeta, pequeño y temeroso como
somos todos los seres humanos, se apoya en la divinidad que le impulsa y con fe
firme echa adelante consciente de ser un mensajero, un enviado que tiene que
comunicar buenas noticias. También para ser profeta hay que sentirse apasionado
por estar participando en el proyecto de la vida.
El profeta auténtico puede ser
visto como un loco porque muchas veces va a contracorriente, a su aire y a su
misión de comunicar claridad y limpieza de intención y eso no suele estar de
moda en ninguna época de la historia.
Ese “ser profeta” que está en el
ADN de cada uno, noto como se va abriendo paso también en mí. Lo observo en mi
empeño en comunicar acerca del misterio de la Vida, en ahondar en mí misma y no
guardarme para mí sola las perlas encontradas.
Con la seguridad de que todo lo
que me ocurre se enmarca en el plan divino, eso es lo que me da la confianza en
cada uno de mis pasos y de mis decisiones.
Anunciadora de una nueva tierra,
que ya presiento en mí, animadora y pacificadora, entrenadora o coach que
quiere sacar lo mejor de cada uno, corredora de fondo de esta carrera,
contemplativa de mis días. Aspiro a ser servidora, amante y amiga de todo lo
creado. Quizá me ha sido dada demasiada ambición, porque grande es el cielo que
habito y que quiero anunciar con mi vida.
Dice Khalil Gibran, en “El profeta”: “Esta es, en verdad, la hora en que levante
mi lámpara, no es mi llama la que arderá en ella. Oscura y vacía levantaré mi
lámpara. Y el guardián de la noche la llenará de aceite y la encenderá.”
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