La sabiduría es el arte de vivir,
no de hacer, ni de poseer o triunfar. Es el arte de disfrutar y agradecer, de
comunicar y compartir los tesoros depositados en nuestro interior. De expresar
afecto en todo momento, y estar para los demás, construyendo siempre armonía.
No tiene que ver con un saber
intelectual, trata acerca de ser humanos, cercanos y compasivos.
Es la que nos hace mirar a la otra
orilla y aceptar esta vida, tal como se nos presenta, como camino para llegar a
ella.
Y lo principal es que no la
conseguimos con nuestro esfuerzo, sencillamente se nos regala a todos. Ya la
tenemos. La llevamos incorporada, aunque puede ser que a veces se nos olvide.
Se expresa en todas las creaciones
del ser humano, también en un beso, una caricia, un encuentro, porque le gusta
unir, armonizar, hacernos sentir bien. Brota del manantial de vida que llevamos
en nosotros, sus aguas siempre sanan.
Se podría decir que es el Dios
Mujer, vientre acogedor y fecundo, regazo increíble de ternura y bondad. Está
en femenino, igual que la Ruah, la Espíritu donde vivimos.
He leído en algún sitio que la
introducción del Evangelio de San Juan podría haber sido así:
“En
el principio existía la sabiduría. Todo se hizo por ella, en ella estaba la
vida…”
Me gusta la idea de ser sabia, es
decir, descubrir el paso y las huellas de la sabiduría en mi vida, esperarla
como un detective aguarda pacientemente la prueba de la presencia de alguien.
Poner mi atención en ese
descubrimiento, hasta percatarme de que hay infinidad de indicios, tantos que
necesito todas las horas del día para maravillarme y agradecer.
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