Cuando uno dirige su mirada a lo más hondo, al infinito amoroso, a lo que
no entiendes pero sabes que está ahí, se produce magia, porque nos hace más
grandes, nos une a la trascendencia que
está siempre presente. Esa conexión también se llama oración.
Cada persona es singular y única, por eso, hay tantas maneras de orar como
seres humanos.
Me gusta la oración. No tanto la que se expresa con palabras, que también,
como la de sentirse dentro, estar
conectado permanentemente. La de saberse y sentirse guiado y abrazado.
Vivir así es el estado perfecto: tener la vista puesta más allá de lo que
sucede, en lo que nos trasciende. Poner en todo una mirada esperanzada y
amorosa, significa sondear en uno mismo y mantenerse atento y confiado.
En esa relación orante, poner nuestras primicias, no nuestras migajas. No solo
esos minutos que nos sobran sino todo nuestro tiempo. Convocar siempre nuestras
mejores energías, en un diálogo interior lleno de consciencia y de ternura.
Ese estilo de vida nos sienta bien. Cuando se ha probado, ya no se quiere
renunciar a él, porque nuestro corazón anhela el contacto directo con lo
divino. “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto,
hasta que descanse en ti”, decía S. Agustín.
La oración es sacramento de unión Hombre-Dios. Es puente y alianza que nos
lleva a la Fuente de la que continuamente brotamos.
En conexión vivimos mejor, unidos a esas Aguas que nos riegan y nos hacen dar
frutos de amor aun en medio de las dificultades del camino.
Aguas que todo lo impregnan y todo lo sanan: ¡Gracias!
1 comentario:
Gracias Conchi por tu reflexión
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