No hay quien pare el viento del Espíritu. No podemos poner freno al
torrente de su amor. Ese amor que no nos deja aletargarnos, que nos hace buscar
y avanzar.
A todos nos sobran ganas y esperanza, también vamos sobrados de paciencia y
de luz. No es mérito nuestro, nos lo encontramos por el camino siempre que nos
hace falta, porque nunca estamos desasistidos o abandonados.
No se puede poner freno a la ternura infinita. Lo dice el profeta Isaías de
esta manera: “Han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa, el
páramo será un estanque, lo reseco, un manantial. (Isaías 35,7).
Siempre el amor nos tiende una mano y viene a nuestro encuentro. “En todo
hay un camino para el amor, aunque no todo lo que ocurre en esta vida sea
bueno”, lo leí en una ocasión.
Andar sedientos por la vida es un lujo, porque la sed ya anuncia el agua. También
Adviento es presencia divina ya, disfrutada momento a momento. Es una espera ya
preñada de amor, porque todo ocurre en este instante o no ocurre.
No pensemos que partimos de la nada, partimos del mismo amor para volver a
llegar a él. Esto no es algo intrascendente sino la más maravillosa de las
experiencias: es el descubrimiento de nuestra naturaleza verdadera.
Vivir para descubrir de qué estamos hechos, qué nos mueve y nos guía. Ese
es el sentido de toda vida.
También es el sentido de mi vida: qué me mueve, quién me guía y me abre
senderos en mi noche. Quién es un enamorado tierno y se instala en mi corazón y
se asoma en mi piel.
Ese es mi Adviento: un tiempo de encuentro y alegría.
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