La sed del corazón es siempre
imposible de calmar, el fuego que nos consume es imposible de apagar. Porque
nacemos con el sello de la búsqueda y la inquietud. Y aunque nos creamos que
unos han llegado a su destino y otros no, nadie llega realmente hasta que no se
ha dejado la piel en esta orilla.
Está bien que pensemos que
haciendo determinada cosa vamos a conseguir determinada otra, pero lo cierto es
que nuestro objetivo se suele alejar cuando damos un paso hacia él, quizá hemos
puesto la mira en conseguir, no en ser.
Estoy hecha de la misma pasta
humana que todos los que han existido alguna vez, ahora sé que busco, dudo,
siento y amo como todos ellos. Ahora sé que no hay meta, solo hay vida,
diseñada para cada uno con unas circunstancias, ajustada a la medida de
nuestras fuerzas y talentos. Es un traje adecuado para complementarnos con los
demás, para ayudar y ser ayudados.
No hay que desear otra posición en
el tablero de juego, la nuestra es la correcta, y en el sitio que nos ha tocado
se nos presentan las oportunidades para ser felices y para abrir el corazón a
la gratitud.
Tenemos que hacer fiesta con lo
que tenemos. “Es que quisiera ser una persona diferente o tener una simpatía o un
don para las artes o…” Mientras nos pasamos la vida deseando otra cosa, en
nuestra misma torpeza nos habita lo más grande y nos dice: “Eh, que te amo con
amor infinito, así como eres, camina con lo que se te ha dado”.
Endiosamos a los que consiguen
logros, encumbramos a los ganadores, ponemos en un pedestal a los que tienen
éxito. Pero la pasta de la que estamos hechos es la misma: somos criaturas
débiles, asustadas e ignorantes, con un pozo infinito de amor en su interior, a
veces sin descubrir.
Qué pena pasar por la vida
distraídos, sin enterarnos de ese amor.
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