Dentro lo llevamos todo: la
familia, los amigos, el trabajo, los paisajes, el infinito, toda la realidad
que conocemos. Es un espacio grande, que puede ser una inspiradora fuente de
armonía o, por el contrario, un polvorín de ansiedad, donde todo choca con todo
y añade tensión al resto.
Cuando no lo tenemos todo
armonizado, cualquier pequeño conflicto puede ser la mecha que prende la
explosión, la angustia. Y así, angustiada, vemos que vive mucha gente.
En la construcción de nuestra
persona hay que ir limando pequeños detalles, que con el tiempo acaban siendo
pedruscos atravesados en nuestro camino, que nos tapan la más íntima verdad:
somos libres para amar.
Podemos vivir ignorando esa
libertad y de espaldas a nuestra esencia, podemos poner en primer lugar lo
accesorio e intrascendente y perdernos el regusto de la gratuidad y la alegría
verdadera.
Pero si hemos iniciado un camino
de conversión, de vuelta al único hogar, fijaremos la mirada en nuestra meta y
todo será motivo de avance ilusionado, aceptando y agradeciendo las benditas
dificultades, que son las piedras, que nos dan la oportunidad de formarnos y
sacar lo mejor de nosotros.
La fuerza que llevamos dentro, el
polvorín, puede utilizarse en un sentido o en otro. Podemos prender la mecha
para atacar con abrazos emocionados y palabras de bendición, para ahuyentar
tormentas y nadar en ríos profundos de confianza. Para derribar fronteras y
levantar puentes de unión. Y para curar las heridas del desamor, que hacen
tanto daño.
Me gusta pensar que somos trabajadores
entusiastas, al servicio de la mejor causa. Que nos levantamos cada día para
construir, no destruir. Y que nuestra mayor distinción es ser hermanos y amigos
de la familia humana y de este maravilloso planeta.
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