“Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya
está brotando, ¿no lo notáis? Trazaré un camino en el desierto, senderos en la
estepa. Para dar de beber a mi pueblo, a mi elegido, el pueblo que yo constituí
para que proclamara mi alabanza.” (Isaías 43).
Somos desierto, es la imagen que
mejor nos expresa, por eso vamos desorientados, confusos. Ignoramos cuál es el
mejor camino y el cansancio siempre quiere instalarse en nosotros. Pero algo
brota ahora mismo en todos los corazones, y se nos da a beber el agua que
nuestra fuente sabe que necesitamos.
Se nos olvida a menudo que esa
fuente en la que nos movemos, de la que formamos parte, ya sabe lo que nos
pasa, lo que nos falta, lo que necesitamos, lo que más nos gusta, lo que más
tememos. Sabe de nuestros defectillos y manías, también de nuestros sueños y
esperanzas.
Entonces, por qué preocuparnos. La
vida no es una prueba donde se nos espera al final del camino para dictar
sentencia, como se enseñó en otro tiempo. La vida es un acto de amor infinito y
nada más. Y nada menos.
Por eso, hagamos fiesta, cada día.
Ahora. Este tiempo de celebración nos conecta con el propósito de la vida y nos
hace estar conscientes del privilegio de estar aquí.
Hay un escrito de Teresa de
Calcuta que dice: “El día más bello: Hoy.” Y no tiene nada que ver con que hoy
me haya ido bien o mal, sino que hoy estoy mantenida en la existencia por una
decisión que no tiene nada que ver con mi comportamiento. Es gratuita, se me da
sin que yo tenga que hacer nada. Esto me quita una carga de tensión que me había
sido añadida por las creencias aprendidas y me da libertad para agradecer
siempre, para saborearlo y celebrarlo todo.
En nuestra fiesta no debe faltar
el abrazo al más necesitado, junto con la armonía y la alabanza.
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