La vida siempre es nueva, siempre
sorprende y enamora. Es recién nacida todos los días, por muy larga que sea la
existencia en esta tierra. Nos brota como una caricia y como una realidad que
es a la vez una promesa.
Con los años más se valora y saborea,
más se reduce a lo esencial: su sencillez y su misterio.
Cuántas veces a la sencillez se
llega después de desmontar andamiajes enredosos de todo tipo: psicológicos,
emocionales, sociales. Porque a veces las circunstancias ambientales y personales
nos van metiendo en complicaciones y no nos dejan seguir nuestro impulso
natural.
Que es un misterio no hace falta
explicarlo mucho. Todo es un puro interrogante, un no saber esencial. Nos
guiamos por el corazón o por las vísceras, según qué culturas. Del Japón viene
el Hara: el centro vital de cada persona que está situado en el vientre, viene
a ser la fuerza natural que nos ayuda a vivir y a situarnos en la
trascendencia.
Nos hace falta un objetivo, algo
por lo que vivir, una meta: tener paz, contemplar, agradecer, ayudar. Y con esa
meta clara, echar a caminar por los caminos que el destino ha preparado. Muchas
de mis circunstancias no las elijo yo. Sí elijo mi decisión y mi actitud.
Cuando, dentro del misterio que
nos envuelve, llegamos a la máxima sencillez, nos damos cuenta de que la vida
siempre está en plenitud, incluso en los momentos malos, y también cuando nos
marchitamos y enfermamos.
La vida es bella siempre porque lo
que llamamos Dios sucede aquí y ahora, en lo real, en lo inmediato, en nuestra
debilidad. Eso es algo que cada uno debe descubrir por sí mismo.
Dice Díez-Alegría: “Es como si el
último fondo de mi conciencia fuese un “no estar solo” y un “estar acogido”.
Pero eso no se puede contar, hay
que experimentarlo y contagiarlo y dejarse contagiar. Ahí nos movemos.
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