No se nos olvide nunca que en cada
corazón humano hay un surco abierto, preparado para recibir los dones, las
buenas intenciones y mensajes necesarios.
No se nos olvide que nuestro
terreno interior lo tenemos preparado desde que nacemos.
A veces, cuando vemos la cerrazón
de las personas pensamos que no hay nada que hacer y nos permitimos negarles
hasta las sonrisas.
Pero dentro siempre tenemos buena
tierra, aunque esté tapada por deshechos y basuras emocionales, el interior más
íntimo es puro, es sagrado. Así lo tenemos que experimentar en todos, porque
ese interior es el Reino amado del que nos habló Jesús, es la marca de la casa,
si estamos aquí es porque llevamos ese sello divino. No nos fijemos en las
apariencias desastrosas sino en la luz que nos alumbra y nos da vida.
Nuestra misión es recoger las
semillas a nosotros destinadas y también sembrar. Depende de lo que sembremos
así se recogerá, puede ser que no lo recojamos nosotros pero la siembra siempre
da su fruto.
A veces las cosas simbólicas
conviene que las hagamos reales, por eso, propongo que pongamos en nuestras
manos unas cuantas semillas, que las acariciemos, las amemos, nos concentremos
en ellas y pensemos que esas son las semillas de nuestra vida listas para
sembrar.
En la buena siembra nos va la
vida, no importa lo que hagamos ni a qué nos dediquemos si nuestra intención es
buena. Esa es la semilla que se espera de nosotros.
Y cuando hayamos empleado la vida
en ello, que no se nos suba la vanidad a la cabeza porque no olvidemos que
todas las semillas son de Dios.
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