Dice Santa Teresa acerca del alma:
“Hay que hacer cuenta que no hay en la tierra sino Dios y ella”.
Qué preciosa imagen de intimidad
amorosa, solo dos que tienden a ser uno, contemplándose y cuidándose
mutuamente, enamorados eternos.
Si me dedico a cuidar esa
relación, todas las demás relaciones estarán a salvo. Porque ese enamoramiento
íntimo es la base de mi estabilidad y equilibrio.
Los caminos están llenos de
piedras y dificultades, los mares tienen peligro continuo de tormenta, pero en
esa estancia luminosa en que el infinito y yo somos uno se produce el salto a
la confianza, que no tiene marcha atrás. El paso definitivo que engloba todos
mis pasos.
En ese lugar fuera del tiempo y
del espacio habitan mis sueños y contemplo el nuevo mundo, el que no depende de
mis gustos o manías, ni está sujeto a mis pequeñeces, el que me hace sobrevolar
sobre todos los problemas y me impulsa siempre a ser creadora, a su imagen y
semejanza.
Pero a veces es difícil librarse
de los conflictos y amenazas, del mal humor reinante en la sociedad y en torno
a nosotros. Por eso debemos buscar incesantemente ese paraíso interior, donde
está depositado el tesoro de la paz que nunca se acaba, podemos echar mano de
ella y sembrar nuestro ambiente con su buen perfume, adornar con ella los
rincones cotidianos.
También se puede uno acostumbrar
al barullo y la confusión reinante y pensar que no hay nada limpio. Esto sería
naufragar.
Para evitar ese naufragio me
agarraré al tablero divino de la fe, con ilusión y con ganas, cada día. Ahí
sortearé los escollos y encauzaré mi vida, firmemente agarrada y protegida,
sabiendo y experimentando que de esa manera “mi yugo es más llevadero y mi
carga mucho más ligera”.
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