Qué ocurre cuando la fe y la vida van en
paralelo. Por un lado digo que tengo fe, por el otro me hundo en las
preocupaciones de la vida de todos los días, sin ver ni un rayo de esperanza ni
de calma.
La fe se demuestra o se confirma, por decirlo
de alguna manera, en mi misma vida. Si la fe no me asegura la confianza y la
entrega total, entonces es que es una fe de boquilla, superficial, que no ha
llegado a mis entrañas o a mi corazón. Se ha quedado en unas fórmulas o ritos
más o menos tranquilizadores.
Es verdad que el grado o intensidad de fe se
nos regala, pero también la podemos cuidar y potenciar. El que está avivando el
fuego se puede acabar quemando. Del mismo modo el que arrima su vida a la luz
que da el amor, puede terminar iluminado y realizado.
La fe separada de la vida no tiene sentido. Por
eso al finalizar la jornada podemos hacer una pequeña reflexión sobre si la fe
ha cambiado sustancialmente nuestro modo de ver las cosas.
La fe/confianza no tiene otra misión que
facilitar y transformar la vida. Por tanto, es impagable. Y aunque nosotros no
podemos dar fe sí que podemos contagiar confianza, serenidad, alegría, buenas
intenciones, aceptación, constancia, vida plena. Todo ello cualidades que la
expresan.
La fe no es para tenerla al margen de la vida
sino para experimentarla en los pequeños detalles, agradables o no, de cada
día.
Y va unida al amor, porque al mismo tiempo que
se nos da, “escuchamos” interiormente: “Eres mi amado/a”.
Necesariamente la fe supone una revolución en
la vida.
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