Sin que nos demos cuenta cómo, la vida pasa y
pasa sin que podamos detener los minutos, los acontecimientos, los inútiles
pensamientos. Apenas podemos arañar nada de lo eterno que transportamos, y siempre
vamos con ganas. Básicamente somos seres errantes y anhelantes.
Sin saber por qué ni para qué, vivimos, nos
alegramos y enfadamos, una y otra vez, y parece que siempre se nos oculte el
sentido del existir. Vamos cargados de defectos, de debilidades y
contradicciones. Con todo ello caminamos.
Lo que transportamos en nosotros mismos es ese
fondo de ternura infinita, que nos atrae día y noche, y al que podemos llamar
con mil nombres, hoy le voy a llamar, porque lo acabo de leer: “la madre que
está en Dios, la Espíritu”.
Para nuestra peregrinación y nuestro encuentro
es importante tener un lugar donde aislarnos y recogernos en silencio, puede
ser un rincón de la casa o del cuerpo.
He leído que hay algunas ermitañas urbanas,
entre ellas me gustaría incluirme. Buscar un espacio/tiempo en el día o en las
madrugadas para retomar el diálogo interior y necesario, para repetir frases
consoladoras, elevar plegarias, inventar gestos de gratitud, respirar
confiadamente y tomar oxígeno curativo.
Si no existen esos momentos, se reseca nuestra
esperanza y vegetamos, sin sentir ni agradecer.
Cada uno que se ocupe de su altar personal, lo
que consiga para sí mismo, eso aportará al mundo, a la armonía del universo.
Sin que nos demos cuenta somos ayudados una y
otra vez, y parece que no pase nada pero sí pasa: sucede nuestro alumbramiento.
No nos lo perdamos, seamos obstinados en querer ver. Para ello disponemos de
una pequeña llave a nuestro alcance, es la de la gratitud. Usémosla.
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