Un poema de Luis Rosales, de inspiración sanjuanista dice así:
“De noche, iremos, de noche,
que para encontrar la Fuente
solo la sed nos alumbra.”
Toda nuestra vida es una noche, en la que tenemos ojos para ver lo físico y tangible, pero para lo esencial y trascendente, lo que da sentido a la vida y la hace grande, estamos bastante ciegos.
De un modo más bien misterioso, nos encontramos allá en lo hondo con una sed, que inevitablemente nos lleva en búsqueda del agua. Es un modo misterioso porque no depende de nuestra voluntad. Del mismo modo que nos encontramos con un cuerpo, nos aparece una sed, en un determinado momento. Y para saciarla, nos movemos.
Todo lo que hacemos es un movimiento más o menos consciente, más o menos acertado, hacia esa Fuente que mana en lo hondo de nuestra persona y de todo lo creado.
En medio de la oscuridad, la sed es nuestra luz.
Bendita sed, que nos saca de nuestro letargo habitual y nos lleva a asombrarnos, hacernos preguntas, salir en búsqueda y soñar nuevos caminos. Es decir, a ilusionarnos.
Bendita sed, que nos hace fijarnos en otros sedientos como nosotros y mirar atentamente lo que ellos hacen y dicen, y tenerlos como modelos. En este terreno, yo soy una buscadora insaciable de frases y de gestos que calmen mi sed.
La sed nos anuncia la presencia de esa Fuente que siempre está aquí y ahora, aunque no podamos verla.
Esa Fuente, ese Ser, es lo único verdadero, lo único que permanece. Una sencilla oración, que podemos repetir a modo de mantra, puede ser:
“Tú estás aquí, que yo te sepa ver”.
Al amanecer y al anochecer, a lo largo del día, en la dificultad, en el desánimo, en los tiempos sosegados, en nuestra querida noche:
“Tú estás aquí, que te sepamos ver.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario