Juan 2: “Encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y
a los cambistas sentados. Y haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del
templo”.
Soy un templo, una casa divina.
Como en el relato evangélico, también trapicheo en mi interior, y busco vender
y comprar con mis sentimientos. Me dedico al intercambio para mi propio
beneficio, tan solo pensando en mí. Pero eso no es.
Dice Anselm Grün, refiriéndose a
ese relato: “Nosotros a menudo estamos
determinados por nuestros ruidosos pensamientos, por la cuestión de cómo somos
vendidos en el mercado público, de cuál es nuestro valor de cambio.”
Al tener mi espacio ocupado con
ese intercambio de compra-venta y de comercio con mi propia imagen, se me
olvida lo esencial: para qué estoy aquí. Entonces llega Jesús con su autoridad
amorosa y con su fuerza única y me lo hace ver.
He colocado demasiados puestos en
mi interior, tantos que han obstruido mi estancia principal, la que solo se
utiliza para alabar y dar gracias, la que me da la conexión mágica con el
infinito.
En el lugar más central de mi
templo está mi Ser auténtico, mi Espíritu, aquel que se encarga de mí hasta en
los más pequeños detalles, y a la vez se encarga de todos los demás. Es el que
me armoniza con todo lo creado y me hace ser persona humana en profundidad.
Pero no siempre tengo acceso a ese
lugar, estoy demasiado ocupada con los vaivenes de la existencia, con la
superficialidad de la vida.
Necesito purificarme, limpiarme de
comparaciones y juicios de valor, de preocupaciones y apegos, para llegar a ser
con mi cuerpo, con cualquier actividad que realizo, con el aliento de vida que
se me ha concedido, templo de la divinidad, o lo que es lo mismo: de la
belleza, la bondad, la ternura y la compasión. Eso quiero para mí y para todos.
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