Mi corazón es pequeño, mis
sentidos muy limitados, mis pensamientos estrechos, mi lucidez escasa. Con esto
quiero decir que es imposible para mí entender lo que nos trasciende, es decir,
lo extraordinario de la vida.
Por eso cuando oigo decir que “el
Espíritu del Señor estará continuamente sobre mí”, pues no sé exactamente lo
que significa. No me imagino la plenitud de esa frase. “En todo mi monte santo
no habrá quien te haga ningún daño”. No sé dónde estará ese monte, pero en la
vida real hay mucha gente que sufre porque otros le hacen daño.
“Dad gritos de alegría porque el
Dios Santo está en medio de vosotros con toda su grandeza”. Bueno, está claro
que algo se me escapa, algo que está ante mis ojos, pero estos no lo pueden
ver.
Y como quiero, necesito, creerme
estos mensajes, tengo que ponerme en alerta y emplear lo único que tengo a mi
alcance: la confianza. “En alerta” es vivir con esperanza activa, no con
indiferencia. Y sobre todo tengo que fiarme de su Palabra.
Todos somos Palabras pronunciadas
en el Universo, pero es Jesús nuestra máxima referencia. Y él apuesta por la
bondad de corazón y el cuidado de los que nos rodean y nos lo dice
incansablemente, con relatos, con ejemplos clarísimos, con pasión y alegría,
con paciencia y humildad, y con la entrega de su vida.
Ahí tengo dónde agarrarme, él es
una persona como yo, y, de mil maneras, me dice: ama. Eso sí lo entiendo y sé
cómo hacerlo.
Voy a seguir las señales que él y
tantos otros me van dejando en el camino. Nunca voy sola, alguien me guía.
Voy a construir mi vida con sus
indicaciones, no perderlas de vista, ponerlas en práctica y grabármelas en mi
mente. “Atiende mis palabras, préstales
atención, jamás las pierdas de vista, grábatelas en la mente.” (Pr 4)
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