Cuando nos vayamos, nuestras
palabras se quedarán en esta tierra, habremos dejado un planeta mejor, o peor.
Porque la palabra es capaz de limpiar y también de ensuciar. Tenemos gran
responsabilidad, hay que poner cuidado en lo que se dice.
Lo que sale de nuestra boca se ha
gestado en el corazón antes de ver la luz. Esa gestión inicial es el origen de
todo. Dentro acumulamos muchas, demasiadas cosas que han llegado hasta nosotros
desde que nacemos.
“De la abundancia del corazón
habla la boca” (Mt 12,34). Uno habla lo que vive, lo que acumula y experimenta.
Si yo he recibido abrazos, mis palabras son caricias, si recibo rechazo, mis
palabras atacan.
Las palabras tienen poderes. Es
importante pensar antes de hablar. Si vemos que nuestras palabras quieren hacer
daño, mirarnos dentro y ver por qué está pasando eso. Actuar en nosotros mismos
y mirar de transformar nuestro interior que es donde nace todo.
No es fácil esta transformación
porque además de disfrutar, con esa verborrea negativa somos bien vistos
socialmente. Se lleva, está de moda, no hay más que ver los medios de
comunicación.
Los que nos sentimos peregrinos hacia
una mejor humanidad, vemos la necesidad de un cambio, partiendo del respeto a
la dignidad de cualquier persona que participa de nuestro mismo don, el de la
vida.
Cada uno que se mire a sí mismo y
cultive la principal cualidad: un corazón compasivo.
Lo que sale de nuestra boca en
contra de los demás, nos ensucia a nosotros en primer lugar, después a nuestra
preciosa Tierra. Por tanto, somos los primeros perjudicados.
Lo prioritario es acabar el
cotilleo de unos contra otros y dejar que la compasión y la aceptación ocupen
el primer lugar. Si cada uno en su ambiente hace esto, es suficiente.
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