domingo, 21 de octubre de 2012

Barro y cielo


Al final, todo en la vida nos prepara para un encuentro con nuestro Creador, somos sus pequeñas criaturas, también sus rebeldes hijos. Pero cuanto más nos rebelamos, más emisarios nos envía, que nos traen señales de su amor.

Es un tira y afloja en el que siempre somos ganados, no puede suceder de otra manera. Su insistencia es tierna y firme como alguien que está enamorado de la obra de sus manos.

Todos vivimos ya en ese encuentro, si lo sabemos ver, si no nos situamos de espaldas a nuestra realidad divina. Todas las veces que nuestro corazón se inunda de agradecimiento, que nuestras manos se elevan en sentida oración, que saboreamos los pequeños detalles, hemos sido alcanzados por la consciencia de ese encuentro.

Nos realizamos en un diálogo continuado. Pero lo que sucede es que no nos lo acabamos de creer. Los que sí se lo creen, experimentan las mieles del encuentro: qué gozada, qué amplitud de visión, qué cambio de perspectiva, porque ya no hay nada mediocre, ni despreciable, ni inútil, porque todo sirve a todo.

Cuando nos ubicamos en esa cita se vive más feliz porque todas las superficialidades de la vida no alteran nuestra visión profunda  y no nos quitan nuestra alegría.

Es natural en nuestra vida la lucha entre un extremo y otro: la debilidad y la fuerza. Es decir, para explicarlo diré que somos de barro y somos de cielo, y de las dos cosas somos enteramente. Es nuestra naturaleza. Cada uno de nuestros extremos se siente atraído por el otro. Y de esa mezcla está formado el ser humano.

Ni podemos renunciar al barro, ni podemos renunciar al cielo. Estaríamos incompletos sin una de las dos partes.

Quien nos ha creado, sabe cómo somos, no tenemos que darle ninguna explicación, ni excusa. No hace falta hablar, nos comprende porque nos ha modelado con sus manos. Somos su proyecto.

Y ya que hemos sido aceptados, aceptémonos también a nosotros mismos y a aquellos que la vida sitúa a nuestro lado. Es la única manera de que se acaben todos los males.

Pongamos todo nuestro empeño en que nuestro corazón sea firme y confiado, aun en medio de circunstancias adversas, porque “si aceptamos los bienes que Dios nos envía, ¿por qué no vamos a aceptar también los males? (Job 2, 10).

Esto significa aceptar no solo la parte de cielo, sino también la de barro. Y con las dos, entonar un canto de alabanza.

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